El halloween, una fiesta que, siendo niño, yo y mis amigos envidiábamos a los gringos. Si, porque en las películas (y en Snoopy) se veía que los niños se disfrazaban, adornaban las casas con motivos de terror, salían en patota a hacer travesuras y terminaban con una bolsa llena de dulces. O sea, la pasaban bacán.
Bastó que la cosa se masificara (esto de la "aldea global" no es ningún cuento) y llegara a lugares tan insólitos y recónditos como Chile. Claro que acá, como buen país sudamericano, la cosa se adaptó a la realidad local:De partida, acá no hay calabaza de halloween, a no ser que sean de plástico, porque el zapallo está muy caro como pa' usarlo de adorno terrorífico por una pura noche; los niños no pueden salir solos a pedir dulces porque capaz que los atropellen, los cogoteen o los rapten, los adultos son los que más disfrutan disfrazándose y algunos hasta dejan salir sus más ocultos impulsos transvetistas; las discoteques se hacen la américa regalando tragos y otros regalos a los mejores disfraces y no es raro ver al término de la fiesta a monjas vomitando, guasones con la pálida y zombies con el maquillaje corrido.
Para que hablar de las casas comerciales especializadas en disfraces y accesorios, abren las 24 horas los días previos y facturan miles de pesos en ventas; el comercio informal (el de cuneta) despliega toda su variedad de dientes de vampiro, cachos que se iluminan, y la "novedad del año": la máscara de Scary Movie (la novedad del año 97, si).
En fin, como tantas otras costumbres foráneas, hemos chilenizado el "Jalogüín", y aunque sea una fiesta netamente comercial ya la hemos aceptado. Eso si, soñé toda la noche con diablitas, enfermeras, mujeres policías, vampiras y brujas (y no fueron pesadillas, :P)
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